La hora de la siesta tenía una sacralidad manifiesta, que se confundía con tiranía. Típico de pueblo.
Los niños esperaban inquietos la cama compartida.
En cuanto se oían los primeros ronquidos de la madre, sigilosos iban abandonando de a uno la pieza hedionda.
Los dos varones, que todavía eran unos mocosos piojentos, se calzaban las zapatillas agujereadas y en un instante se perdían en la calle polvorienta rumbo al campito, a jugar a la pelota con sus vecinos sabandijas.
En cambio la niña, raramente se alejaba de la casa.
El calor agobiante de esas horas la invitaba a adueñarse con calma del patio de tierra seca.
Si el sol era insoportable, se instalaba abajo de la parra, y con sus cacharritos de lata, cocinaba comiditas imaginarias de barro y palitos, juntaba piedritas y yuyos para completar el banquete. La soledad era su inmensa compañera de juegos.
Otras veces, se perdía en la contemplación silenciosa. Sentada en la tierra, debajo de los árboles, se dejaba acunar por la música que hacían al bailar los álamos. Con frecuencia perdía la noción del tiempo allí.
La tarde, el silencio, el paisaje, todo era melancolía.
Viajaba en sus pensamientos, se iba, huía muy lejos... quizás hasta soñaba despierta.
Hasta que de pronto, el sol comenzaba a caer, la madre pegaba cuatro gritos, entre ellos los nombres de los tres pibes, y la magia llegaba a su fin.